Unos días y una tarde


Luisa, he estado unos días en el monte. El monte me encanta. Un lugar silencioso que solo ha escuchado el canto de los pájaros. Un lugar que solo ha sido acariciado por la tibia luz de la luna y de las estrellas. ¡Qué cara tan blanca me mostró la luna estos días! Un lugar que se me ha emborrachado con la calma y quietud impresionante de los días y las noches serenas. Un lugar lleno de pinos y matorrales agrios con su río hondo y charlador.
... ... ...

Y un día, Luisa, sin saber cómo, apareció una muchacha que me gustó, Rosario. Yo la miré pero ella me miró mucho más. Yo le hablé pero ella me habló mucho más, a las orillas del río y al amor de los chopos.
Era por la tarde, una tarde azul y dorada de las eternas de julio; pero yo miraba los chopos del río más que a ella y oía los pájaro, también, más que a ella. Hubiese podido entrarme y herir mi corazón, pero mi corazón estaba lleno del canto de los jilgueros, del silencio de los amaneceres, de la canción del río y de los chopo, del verdor de los pinos, del azul intenso del cielo, de las estrellas rutilantes de las noches augustas y de tantísimas cosas, Luisa, que no quedaba sitio para ella.
Creo que sinceramente, Luisa, que tuviste mucho que agradecer a todas estas cosas, cosas además que me están haciendo el corazón grande como un monte.

Al turno de niños del Campamento
de D. Antonio de 1967, que fue
algo inolvidable, los quince días.


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